LEÓN DARÍO GIL RAMIREZ
Itinerario abierto y múltiple, nuestra babelia literaria reconoce en la crónica un género de cordiales vecindades con la conversación. LEÓN DARÍO GIL RAMÍREZ, babeliante contemplante, revela hoy algunas losas de sus CEMENTERIOS.
CEMENTERIOS
Al frente del cementerio de Neira, me contó la MONA ZULUAGA (la puta más vieja de Manizales), perdió su virginidad. Era donde, hace años, quedaba la zona de tolerancia que surtía la noche de canciones y placeres, de borrachos dicientes y amores fraudulentos. Lo conozco. Blanqueando el paisaje se amarra a la loma con su corte de cruces, ángeles, tumbas, osarios, flores y santos. Porque se ve desde muchas partes del municipio, creo que sus habitantes, por eso, tienen en la muerte un pensamiento recurrente. El cementerio de Neira es, además, un lugar para ir a pasear, a mirar el pueblo, como en Manizales se sube a Chipre para solazarse con el paisaje. Lo recuerdo por una muerta que llevaban en hombros cinco hombres vestidos de luto cerrado, y otro, adelante, vestido de payaso: con nariz de pimpón rojo, con peluca de cabuya, con gorra de tela listonada -como los larguísimos zapatos- de negro y blanco, con pantalones de tirantas azules anchos y fucsia, y una agujereada franela de café ‘sello rojo’ que lo desdecía y enfatizaba sus costillas. De la mano, payasa también, su pequeña hija como una bolita de colores. En el cuaderno debe estar consignado el nombre de una mujer que el payaso, llorando, escribió en el revoque fresco con la puntilla que le cedió el sepulturero.
Irra es un lugar de paso, pero ninguno que viaje en ‘particular’ escapa a la tentación de parar el carro para merecer un tinto, una cerveza o un refresco. El cementerio queda, yendo para Supía, a la derecha, detrás de los ventorrillos de la vera. Queda contiguo a la cancha de fútbol donde las losas de las tumbas sirven de graderías, y las cruces como perchas donde los jugadores cuelgan los maletines, lo que se quitan o se van a vestir. A los muertos no los maltrata el sol, los ampara la solícita sombra de los carboneros y los arrulla la serenidad rumorosa del Cauca.
Al cementerio de Chinchiná, amurallado como un panóptico, fui, seducido por el deseo de conocer la tumba del compositor ABEL DE J. SALAZAR. La conocí. No le recé, fue mejor cantarle. Le canté de su autoría Frente a frente, un tema que inmortalizó el CONJUNTO AMÉRICA y que en Caramanta, donde nací, se lo bebió semanas enteras don GUSTAVO ÁLVAREZ, el cantinero de la Calle ‘La Pola’, acorralado por los desgarros inaguantables de una traición de mujer. Días antes, filmando un ensayo de bailes colombianos en la sede del CASD en Manizales, conocí al también compositor don GERARDO ARISMENDI, de Villamaría pero residente en esa población; lo encontré enterrado a 10 pasos de su colega. Por el cementerio de Chinchiná, entonces, volaba un olor a pino derribado extraviado entre los nítidos olores a tinto.
Sin embargo, el más hermoso que ha descubierto mi fúnebre empeño es el cementerio de ‘La Cuchilla del Salado’; allá, si mis cómplices amigos no cumplen con mi última voluntad de arrojar mis cenizas al cráter del Ruiz, quiero enterrarme.
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