jueves, 12 de diciembre de 2013

PASAJERO - 1

JAVIER HUMBERTO ARIAS


Del cofre de magias que contiene CIEN AÑOS DE SOLEDAD hay una que, con acentuada fascinación y encanto, entreteje el mítico carácter fundacional de Macondo. Fue cuando el olvido lo condujo a tientas por las cosas y los días. Vocacional y convencido teatrero, JAVIER HUMBERTO ARIAS, la acompasó a los ritmos de su sensibilidad, le puso un nombre:

EL TREMEDAL DEL OLVIDO

Aureliano, el primer ser humano que había nacido en Macondo, un joven tímido, retraído, al que se le escuchó llorar en el vientre materno y que había nacido con sus ojos abiertos, fue quien descubrió la fórmula que habría de defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria. Cuando su padre le comunicó su alarma por el hecho de haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su infancia, Aureliano le contó su método, y entonces José Arcadio Buendía lo puso en práctica, primero en su familia y después lo impuso a toda la población. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, cama, reloj, pared, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo.
Poco a poco, estudiando las posibilidades infinitas del olvido, se dio cuenta que podía llegar el día que las cosas se reconocieran por sus inscripciones, ¡caramba!, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que puso en la cerviz de la vaca fue una manera ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra las evasiones de la memoria: "Edta es la vaca y a la vaca hay que ordeñarla toda lad mañana para que produdca leche. Y a la leche hay que hedvirla y medclarla con el café y haced café con ledche". Y así continuaron viviendo en una realidad momentáneamente capturada por las palabras pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En el camino de entrada de la ciénaga habían puesto un anuncio que decía "Macondo" y otro más grande en la calle central con el letrero: "Dios existe". Cuando apareció por allá, por el camino de la ciénaga, un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala abanicándose con un arrugado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva las enormes estupideces escritas en las paredes. José Arcadio Buendía intentó saludarlo temiendo haberlo conocido en otra época y ahora no poder reconocerlo. Pero el visitante descubrió su falsedad y se sintió olvidado, pero no con el olvido del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien porque era el olvido de la muerte.
Entonces comprendió, abrió su maleta atiborrada de objetos indescifrables y de entre ellos sacó un maletín con unos frascos y le dio de beber a José Arcadio Buendía una sustancia de un color apacible. ¡Y la luz se hizo en su memoria! Sus ojos se le humedecieron de llanto antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde todos los objetos estaban marcados, y antes de sentir vergüenza por las enormes estupideces escritas en las paredes, y mucho antes de reconocer al recién llegado con un deslumbrante resplandor de alegría: era ¡Melquíades!
Mientras Macondo celebraba la reconquista de sus recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le quitaron el polvo a su vieja amistad. El anciano había llegado al pueblo dispuesto a quedarse. Había estado, en efecto, en la muerte, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad”.


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