viernes, 15 de junio de 2012

PASAJERO 2

JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ



La música colombiana ha encontrado en los duetos la modalidad más reconocida para sembrarla en nuestros sentimientos y recuerdos. Los fundamentos de su importancia se afinaron con el Dueto de Antaño. Una crónica, sobre el tema, nos la ofrece JAIRO HERNÁN URIBE.

Antaño, que en nuestro particular mundo familiar quiere decir 'cuando éramos niños', conocí a don Rigoberto. Era un señor rechoncho, de baja estatura, cabeza calva y amplios cachetes que le colgaban como a un bulldog. Portaba un singular maletín de médico: de aquellos tipo cápsula que parecían contener todos los misterios de la medicina. Llegaba siempre tarde y siempre de afán a la tienda-cantina que teníamos entonces en plena sala de mi casa. Y antes que él ingresara presentíamos su contagioso sudor, sus pasos menudos pero esforzados, su conversación agotada, su tos agónica y, claro, su saludo musical, que no era saludo, sino petición de algún tema clásico del Dueto de Antaño. “El Zorzal y un doble”, gritaba, humedeciendo con rostro y cuello un pañuelo gigantesco que aparecía de improviso entre sus muy pequeñas manos.

El Zorzal y un doble. El Zorzal era el famoso corrido del Dueto de Antaño. El doble era un trago de aguardiente amarillo de Manzanares, que se adquiría y vendía exclusivamente para don Rigoberto y que mi padre servía con la parafernalia ostentosa de barman consumado y además retirado. De amarillo en amarillo, pues, 'Rigo' -como le decía mi padre- dejaba en nuestra cantina, dos o tres noches por semana, los magros excedentes de su oficio. Don Rigoberto era enfermero, pero con una especialización esencial: pinchanalgas. De allí que su estampa y sus rituales sacrosantos, que fluctuaban entre el hervor de las hipodérmicas y la mezcla virtuosa de los de Antaño y el amarillo, pasaran a nuestra historia barrial como sustento de un apodo y emblema de una extraña forma de encarnar lo más rancio de la música colombiana de entonces.

Mis recuerdos de Rigoberto y de aquellos años están ligados, además, a una convicción extraña: que la música del dueto nacional por excelencia solo se podía escuchar en el tornamesa de maleta o 'pickup' de nuestra cantina y que en virtud de esa versión gangosa y precaria -ejecutada a 78 revoluciones por minuto- ingresábamos en un mundo lejano de campesinos, arrieros y bogas solitarios. Un mundo en el que se habían hecho trizas todas las nociones del tiempo y desde el cual zarpaban, en lanchas nostalgiosas, las mayores y quizás más ingenuas, por inalcanzables e irrealizables, esperanzas de un futuro mejor.

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