viernes, 2 de marzo de 2012

PASAJERO 1



LEÓN DARÍO GIL RAMÍREZ, con su crónica sobre ‘Las Galerías’, insiste en llevarnos a conocer una realidad que hemos visto, hemos oído, pero que, por una paradoja, no hemos sentido. A continuación, y en su voz, uno de sus apartes.

LAS GALERÍAS –Fragmento-

Lo que se ve en las calles que la conforman son un raudal de asombros. En medio del surtido que a cargazones exhiben al por mayor y al detal los negocios situados sobre la Avenida del Centro, desde temprano se contonean, abusando de sus paisajes eróticos, una legión indiferenciada de putas llenas por igual de esperanzas y de tedios. Viejas, jóvenes y niñas, negras inabarcables, indias, blancas y teñidas comparten, además de su destino, un cigarrillo, un tinto, un banano, un pedazo de pan, el mismo andén o el similar alero. Son seres tristes, metidas en falditas donde no les cabe el culo, o este es un ridículo mostrario de incontenibles carnes entre el inútil oficio de tiritas de colores que luchan porque la seducción cumpla su comercial cometido. Algunas con las tetas al aire anuncian su surtido. Los fines de mes y de semana florecen, se engalanan para el mercado. Papito venga le hago lo que quiera, le dicen al que pasa matándole un ojo, pavoneándose, meneándose, taconeando duro, mientras se repasan con la lengua los labios o se los chupan para incendiar las ganas del emboscado. Más nocturnos, los travestis acusan otro comportamiento. Con sus fárragos de pinturas, tinturas, perfumes y pelucas se han fugado, parece, de un cuadro de Lautrec o vienen voladas de una película de la Nueva Ola Francesa. De botas hasta las rodillas para realzar la exuberancia de los muslos, empaquetados en medias de rombos, forradas en minifaldas diminutas o en slacks imposibles, llenas de abolorios, correas, hebillas de brillantes, canutillos y lentejuelas, de pañoletas con flecos con los que juegan a entretener la vida en las esquinas mientras es propicia la hora para rodar por otras cuadras o hurgar por repasados destinos. Otras, sin esas extravagancias, vencidas por cualquier vicio o la miseria, desmirriadas, se plantan en las puertas de las residencias a esperar un pucho, una moneda o un milagro. Unas más, ya olvidadas de Dios y de los hombres, duermen su desdicha en los zaguanes de los inquilinatos, en las aceras sucias de la calle de la penicilina o de La Laguna, o resuelven su subsistencia en las tolvas de la basura.
Enganchadas a la cosecha cafetera llegan otras, flotantes, negras floreadas, exuberantes y enormes, pueblerinas arrevolveradas y tristes, campesinas hermosas y tímidas que exhiben su forastería y la juegan entre piernajes impúdicos, abigarrados tetamentos, falditas y blusas de mentiras, diademas infantiles, subidos colores, pícaras miradas y pecaminosas insinuaciones.

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