jueves, 1 de diciembre de 2011

BABELIANTE INVITADO 4

JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ




Convidamos, enseguida, a JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ, maestro de obra de estas jornadas ociosas, para que exponga ante la babelia lectora su texto “COSECHAS”,
relato que rastrea, con juguetona disciplina, los misterios inéditos del eterno femenino.


C O S E C H A S

(Fragmento de la presentación, en Manizales, del libro "Beatriz: lo femenino como categoría estética" de MARIO ARMANDO VALENCIA -Editorial Universidad del Cauca- 2006)

Nada más delicioso que describir una mujer, pero también nada más difícil. Fernando González, ese atisbador de entierros y agonías, y de mujeres, nos dice:

"Poderosísimo animal, una muchacha que se salía, no gorda sino tensión de toda su envoltura paradisíaca".

Y como si esto no fuera suficiente, agrega: “Animal irresistible, eje cigomático largo, mandíbula inferior fuerte; era caricuadrada, llena de todo su cuerpo, tenía aquellos ojos afelpados y purísimos, suplicantes, aquella figura de resignada entrega”.

Adel López, curado de todas las liviandades literarias de su tiempo, nos atravesó impúdicamente: "Una arisca mozuela en plena adolescencia, alta, jarifa; es decir rozagante, espléndida; dura de carnes, demasiado mujer para sus 14 años".

Mario Armando, a través de Faulkner, nos revela que la mujer es "lo que se da, lo que se abre y es poseído por el mundo". También nos asegura que la dominación masculina (falocéntrica) es ilusión, teatro convencional de la realidad, apariencia que regatea la verdad profunda del concepto género.

Darse y dominar, entregarse y triunfar, esa es la cuestión.

Maestro de escritores, Faulkner, fue el pionero de una visión tórrida de mujer, mujer de pantalones vaqueros, atrevida, hosca, secuela rotunda de los territorios de la cosecha; mujer naturaleza que nosotros los urbanos, alcanzamos en y con las primas, ya no en la granja, en el sembrado o en el cafetal, sino en los laberintos húmedos de zaguanes y subterráneos. Primas altas, jarifas, aspirantes a bluyines y a maridos que nos montaban, literalmente, y a las que montábamos en excitantes luchas cuerpo a cuerpo. Primas que creíamos avasallar y que, furiosamente, nos mordieron ese resto de inocencia que nos quedaba. Primas que se plegaban y desplegaban, no como el paraguas famoso, sino como el ritmo caluroso de las vacaciones y de esa irresponsable edad en que el presente era cierto y se vivía como tal, sin necesidad del carpe diem y del sirácides.