jueves, 4 de agosto de 2011

BABELIANTE INVITADO - 1

LUIS ERNESTO HENAO BUITRAGO



Filadelfia, pueblo de babeliantes fraternidades, es el territorio primordial de LUIS ERNESTO HENAO BUITRAGO. A este historiador y novelista caldense, le hemos solicitado nos comparta una descripción de la ‘socola’, proceso inevitable de las gestas fundacionales, y que ha sido fielmente retratado en su libro ‘Roza Palogrande’.

“Se aproximaron al lugar del reto con la claridad del día.
-Aguarde yo me encaramo primero -sugirió Ladino quitándose las cotizas para subir por la vara que usaron como escalera.
Luego lo imitó Pacho y desde el andamio observaron la imponencia del adversario.
-¡Estos si son árboles, por Dios!- exclamó Pacho apoyándose sobre el gigante.
Ladino debió desplazarse seis pasos sobre el andamio para quedar en el extremo opuesto del compañero. En una coincidencia ambos salivaron las manos y agarraron con fuerza el cabo de las hachas,
-¡Bueno Pacho, nos fuimos!
Levantaron las herramientas y las descargaron con fuerza descomunal. Una sola percusión se escuchó en la distancia. La pericia y la experiencia radicaban en no adelantarse pero tampoco interrumpir la secuencia de los golpes: cada hachazo debía caer a la par con la del compañero. Agotados, cual más que el otro, ninguno se atrevía a suspender el trabajo; era cuestión de hombría.
No obstante, más acosado por el cansancio que por el deseo mismo de comer, Pacho insinuó:
-Es mejor desayunar.
-Como quiera -aceptó Ladino secándose el sudor.
Una hora después reiniciaron. Uno a uno, cientos de hachazos desprendieron las astillas venciendo cada vez la resistencia del árbol. Nada distrajo la atención de los hacheros. Las cubiertas, como péndulos en sus caderas, se mecían al vaivén de cada choque. Una orden fisiológica detuvo de repente el golpe de Ladino, quien dio media vuelta y orinó.
-¡Antioqueño que se respete no mea solo! -anotó Pacho haciendo lo mismo.
Un par de chorros cayeron desde lo alto hacia las virutas que se acumulaban entorno a la raíz del legendario.
Poco a poco el sol se aproximaba al occidente. Tal vez las tres de la tarde y el árbol aún no daba signos de derrota, continuaba erguido izando su ejemplar resistencia.
-Ya debe estar que traquea -anunció Pacho observando de abajo arriba.
El corte profundo trataba de darle caída en la dirección deseada.
-No le demos más por allá, hagámole por este otro lado, a ver si berrea. Y ojo, no nos vaya a acabar con el desplome -instruyó Aladino.
El cierre del corte dificultó continuar cercenando sus entrañas, por lo que debieron dar abertura nuevamente al ángulo de tiro. El hacha con su demoledora faena desprendía gruesas astillas, tal vez cuarta y media por encima del corte inicial.
A las cuatro de la tarde, cuando el sol se escondía sigiloso detrás de los cerros de Jagüero, el gigantesco madero que fuera celador permanente de esa selva milenaria, caía derrotado ante el asombro de quienes también aguardaban el empuje final.
-¡Por fin! -exclamó Aladino descendiendo rápidamente por la vara que habían acomodado.
Pacho en actitud instintiva saltó también huyendo del peligro.
-¡Se nos fue el hijueputa, ahora sí! -afirmó Pacho con satisfacción.
Sin palabras, escucharon un poco atemorizados los últimos cimbronazos de muerte. Tal vez trescientos años de existencia se desprendían para siempre en un viaje sin regreso. Un fuerte crujido retumbó en lo más hondo de las quebradas; en su estremecedora caída el gigante desguazó cuantos árboles había a su paso, empujados unos a otros se dieron en una sucesión de estruendos interminables.
De repente todo quedó en silencio, como si la naturaleza misma quedara estupefacta ante semejante devastación. Desde la cima contemplaron victoriosos lo que parecía un campo de batalla: una inmensa palizada cubría de muerte el suelo como si todo hubiese sido demolido por una furia natural. La brega de más de tres días había concluido con éxito. Un tabaco fue con lo menos que pudieron festejar”.

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