jueves, 20 de agosto de 2015

PASAJERO - 2


JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ





Punto final de una serie de crónicas en torno a las evocaciones que trae la música, nuestro director cierra esta temporada babilónica con unas:

COMPLICIDADES RUSAS



Los foxes y los tangos llegados de Argentina, más que un patrimonio de familia, fueron y siguen siendo el emblema fundamental de nuestra clase obrera. Expresión del enorme desgarro social y emocional de comienzos del siglo XX, las llamadas “melodías” calaron tan hondo en los imaginarios de nuestros trabajadores urbanos, que a veces era difícil determinar si era la música la que se acoplaba a nuestra realidad o, viceversa, era nuestra condición e historias las que alimentaban los crecientes cancioneros ciudadanos. Yo era un niño todavía cuando en mi casa, por entonces bar y garito frecuentado por obreros, tuve conciencia de una correspondencia más extraña entre las melodías y sus oyentes. Con absoluta complicidad, los ‘rusos’ (como se denominaba a nuestros alarifes, maestros de obra y ayudantes en general) cantaban e incluso lloraban viejas canciones que hablaban de historias que tenían como escenario y fondo musical la lejana Rusia. Uno de los temas más populares era este:

Unidos por crueles cadenas,
por la estepa mil leguas haremos
caminando con rumbo a Siberia.
No cantes que es ruda la helada.
Ya Moscú está cubierto de nieve
y la nieve ha llegado a mi alma.
Ya Moscú está cubierto de nieve
y la nieve ha llegado a mi alma…

El hecho de que a la construcción la llamaran “rusa” y a sus practicantes “rusos”, dejó de ser una curiosidad infantil para convertirse en una ironía crucial de mis años posteriores. Comprendía que existiera un fuerte lazo entre las estructuras de clase y los conflictos en aquel hemisferio y en el nuestro. Pero me costaba trabajo discernir la afinidad sentimental, y menos aún pasional, que existía entre un obrero nuestro y un convicto de cárcel siberiana. No obstante, creo no exagerar cuando afirmo que en el repertorio de todos los tangueros barriales era indispensable, en el momento melancólico de la noche y de los tragos, rendirle culto a esta tragedia en particular:

Sonia, Sonia, tus cabellos negros
en sueños mil veces besé yo.
Nunca yo podré olvidarte.
Tú, del Volga, eres bella flor.
Sonia, Sonia, mi existencia muere
encerrada en esta prisión.
Y antes que la nieve
me aprisione el corazón,
quiero llegue a ti mi maldición.


Complicidad, compenetración psicológica, identificación sensible o simple fascinación, la apropiación de las canciones rusas (en especial las referidas a prisioneros, cárceles y condenas perpetuas) sugiere, para nuestra cultura, una inagotable capacidad de imaginación. Pero, por otra parte, corrobora cierto alegato a favor de la apreciación musical como un arte más complejo de lo que se piensa. Leí, en algún texto del viejo Borges, que una de las posibilidades supremas de la música, no es solamente sentir lo que hemos sido y somos, sino, más allá de eso, aspirar a convertirnos en los otros.  Y, como en estas canciones, sufrir una pena ajena, quizá imposible, pero en el fondo reveladora de nuestra más profunda condición humana. 

Por eso este brindis se siente igual aquí que en las lejanas estepas.

Vodka, beberé,
Vodka, hasta matar
el frío atroz y maldito
que me aturde cual un grito
de negro espectro abismal.
Vodka sírvame,
Vodka, por favor.
Que rondan lobos hambrientos,
sus aullidos hoy los siento
en mi helado corazón.




ESCUCHEMOS A JAIRO HERNÁN: