JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ
Punto
final de una serie de crónicas en torno a las evocaciones que trae la música,
nuestro director cierra esta temporada babilónica con unas:
COMPLICIDADES
RUSAS
Los foxes y los tangos llegados de
Argentina, más que un patrimonio de familia, fueron y siguen siendo el emblema
fundamental de nuestra clase obrera. Expresión del enorme desgarro social y
emocional de comienzos del siglo XX, las llamadas “melodías” calaron tan hondo en los imaginarios de nuestros
trabajadores urbanos, que a veces era difícil determinar si era la música la
que se acoplaba a nuestra realidad o, viceversa, era nuestra condición e
historias las que alimentaban los crecientes cancioneros ciudadanos. Yo era un
niño todavía cuando en mi casa, por entonces bar y garito frecuentado por
obreros, tuve conciencia de una correspondencia más extraña entre las melodías
y sus oyentes. Con absoluta complicidad, los ‘rusos’ (como se denominaba a
nuestros alarifes, maestros de obra y ayudantes en general) cantaban e incluso
lloraban viejas canciones que hablaban de historias que tenían como escenario y
fondo musical la lejana Rusia. Uno de los temas más populares era este:
Unidos
por crueles cadenas,
por
la estepa mil leguas haremos
caminando
con rumbo a Siberia.
No
cantes que es ruda la helada.
Ya
Moscú está cubierto de nieve
y
la nieve ha llegado a mi alma.
Ya
Moscú está cubierto de nieve
y
la nieve ha llegado a mi alma…
El hecho de que a la construcción la
llamaran “rusa” y a sus practicantes “rusos”, dejó de ser una curiosidad
infantil para convertirse en una ironía crucial de mis años posteriores.
Comprendía que existiera un fuerte lazo entre las estructuras de clase y los
conflictos en aquel hemisferio y en el nuestro. Pero me costaba trabajo
discernir la afinidad sentimental, y menos aún pasional, que existía entre un
obrero nuestro y un convicto de cárcel siberiana. No obstante, creo no exagerar
cuando afirmo que en el repertorio de todos los tangueros barriales era
indispensable, en el momento melancólico de la noche y de los tragos, rendirle
culto a esta tragedia en particular:
Sonia,
Sonia, tus cabellos negros
en
sueños mil veces besé yo.
Nunca
yo podré olvidarte.
Tú,
del Volga, eres bella flor.
Sonia,
Sonia, mi existencia muere
encerrada
en esta prisión.
Y
antes que la nieve
me
aprisione el corazón,
quiero
llegue a ti mi maldición.
Complicidad, compenetración psicológica,
identificación sensible o simple fascinación, la apropiación de las canciones
rusas (en especial las referidas a prisioneros, cárceles y condenas perpetuas)
sugiere, para nuestra cultura, una inagotable capacidad de imaginación. Pero,
por otra parte, corrobora cierto alegato a favor de la apreciación musical como
un arte más complejo de lo que se piensa. Leí, en algún texto del viejo Borges,
que una de las posibilidades supremas de la música, no es solamente sentir lo
que hemos sido y somos, sino, más allá de eso, aspirar a convertirnos en los
otros. Y, como en estas canciones,
sufrir una pena ajena, quizá imposible, pero en el fondo reveladora de nuestra
más profunda condición humana.
Por eso este brindis se siente igual aquí que en las lejanas estepas.
Por eso este brindis se siente igual aquí que en las lejanas estepas.
Vodka,
beberé,
Vodka,
hasta matar
el
frío atroz y maldito
que
me aturde cual un grito
de
negro espectro abismal.
Vodka
sírvame,
Vodka,
por favor.
Que
rondan lobos hambrientos,
sus
aullidos hoy los siento
en
mi helado corazón.
ESCUCHEMOS A JAIRO HERNÁN: