
Jairo Hernán Uribe Márquez -Babeliante anfitrión- desea compartir con todos nuestros oyentes un fragmento de su ensayo: “Sabines”, corta reseña acerca del poeta mexicano Jaime Sabines.
S A B I N E S
LAS RESURRECCIONES
“¡Qué hermosa es la vida! ¡Cómo nos despoja todos los días,
cómo nos arruina implacablemente, cómo nos enriquece
sin cesar !”
(Como pájaros perdidos)
Múltiples rostros había tenido el tuxtleño : docto de gafitas, borracho-salsero, momificado, arcaico y tutelar, leído, manoseado, declamado y olvidado. Para completar el retrato conocí su voz – una voz que inmediatamente remitía a “Comala” - , pastosa y ronca y tan compacta como el compacto en el que leía poemas ajenos. Gracias a esto alcancé algo de su propia epifanía. Quizá fue una tarde de Diciembre. Como a todos los poetas mayores, el hálito decembrino les suele disolver la tonsura parnasiana. En un recuento lujoso de su poesía leí al funcionario y al vendedor. Escribía poemarios desde 1950: “Horal”, “La Señal”, “Adán y Eva”. De la misma época fueron sus “amorosos” (clásico de café-poeme). Diez años adelante, comenzó a fecharse el verdadero paisano con sus “Jugueterías y canciones”, su “Tarumba”, su “Yuria” y sus compilaciones mortuorias. Tres de estas series me lo resucitaron una vez más : Poemas sueltos (1951-1961), Maltiempo (1972) y Algo sobre la muerte del Mayor Sabines (1973).
La primera serie, la más nerudiana y obvia, me lo tradujo sobreviviente.
“Nadie puede vivir de cara a la verdad /sin caer enfermo o dolerse hasta los huesos./ Porque la verdad es que somos débiles y miserables/ y necesitamos amar, ampararnos, esperar, creer y afirmar./ No podemos vivir a la intemperie/ en el sólo minuto que nos es dado”.
Quería nacer en todas partes, averiguar su sino, ampararse en una fuga siempre cotidiana. Y se preguntaba, sibilino :“¿A cuántas muertes tenemos derecho cada uno?”.
Como póstumo homenaje a Doña Luz, su madre, se lanzó a vivir con menos agonías. Y, claro, liberado del peso fantasmal que dan nuestros más esenciales muertos , declaró: “¡Qué confortablemente ciego estoy de ella ! ¡ Qué bien me alcanza su ternura ! ¡ Qué grande ha de ser su amor que me da su olvido !”.
Y de esa herencia sin lágrimas que fue la madre muerta, se deslizó – como Lázaro sempiterno- a la más antigua desaparición del padre y escribió lo mejor de su peculio: “Te enterramos, te lloramos, te morimos, / te estás bien muerto y bien jodido y yermo / mientras pensamos en lo que no hicimos / y queremos tenerte aunque sea enfermo”. También lo más airado : “Ángeles degollados puse al pie de tu caja, / y te eché encima tierra, piedras, lágrimas, / para que ya no salgas, para que no salgas”.
Después de releer este último ciclo, comprendí: Sabines había regresado del turbio socavón de la poesía sin materia a la declaración viva de su oficio como hombre. Y ‘pensándolo bien’, como siempre lo manifestó, me propuse dotarlo de más días y noches. Lo volví a ver, pues, menos derrotado y más convulso, eludiendo mediquillos y amigotes de ministerio, olfateando mujeres jóvenes porque, por estos años y como él lo enseña, “ la juventud sólo puede llegarnos por contagio”. Y lo recordé (primer conocimiento serio) fumando, fumando, fumando, fumando deliciosos puchos de frente a la muerte necesaria que no está en el cáncer sino en el sexo y la mujer. Y quise, como él, amar las ferias mecánicas, los zoológicos y los hospitales y “todos los lugares en que la ternura se asoma como un tallo”. Y sobreviví y persistí y soñé y me emborraché, luego de considerar – sin miedo- que “este es el tiempo de vivir, el único”. Y sigo esperándolo, a Sabines (ese de la foto en internet, canoso hasta el bigote y con el pucho en los labios) para espantar la vida seca, los viejos modales, el corazón vacío del éxito y a las mujeres y amigos ingratos.
Lo espero, junto a Marcos, el otro chiapaneco (ingenua o cínicamente malquerido por Sabines), para conversar; y “vuelvo a fumar, mientras las cosas se ponen a escuchar lo que no hablamos”.