LAS MÁSCARAS DEL AIRE
-Poema colectivo
(2020)-
La
situación por la que pasamos quienes habitamos la Tierra nos
impone un desafío que de otro modo lamentablemente, no sería posible:
el de la solidaridad; fuerza humana que activamos en momentos de enfebrecidas
catástrofes. En este poema colectivo –su idea partió de Omar Castillo y luego
llegamos a la consolidación de los nombres
firmantes– nos tomamos de las manos para decir que la vida misma es
un camino colectivo. Nuestras voces, distintas en los ámbitos estéticos
propuestos en la creación individual, se hacen aquí confluyentes en
la determinación de avanzar contra el desastre, contra la enfermedad del poder
y la pérdida de identidad de quienes habitan el mundo y no son
responsables con él. No es otra cosa lo que urdimos en esta aventura colectiva
de la creación.
Intervenido gráficamente por:
Alfonso Peña y Amirah Gazel. Y firmado por:
Anna Apolinário, Armando Romero, Berta Lucía Estrada,
Floriano Martins, José Ángel Leyva, Omar Castillo y Vanessa Droz.
I
Al primer paso de la
máquina se mueve la estrada,
buscando solución para los
árboles a través del suicidio colectivo.
¿Es verdad que hay
salvación para los diccionarios en medio de esa locura?
¿Por dónde caminaremos
todos cuando se vayan las estradas?
El suicidio es una
realidad confiscada por la reconquista de la razón.
Hay muchos de nosotros en
el mundo, demasiadas estradas, sueños imposibles.
Somos los caminos por los
que transitan los demás.
Seguimos las huellas y los
sueños de generaciones pasadas.
Y en cada paso
la impronta se hace más
profunda,
más indeleble.
II
Hollar, hollar los sueños
bajo los escombros del durmiente
figurado en las formas de la
tierra, en el vagar de las nubes.
Que las raíces del habla
penetren hasta volverse frutos
a la orilla de los caminos.
Hollar, hollar tras las huellas del asombro.
Huellas de sequías, pies que
van tras las manadas de carne y huesos,
cielos que pulen piedras y
arenas bajo el vuelo de los buitres.
Multitudes de fantasmas que
nunca mandaron señales de existencia,
tribus sin noción de la
escritura que sueñan con sus muertos.
Las semillas de la fe no caen
en terreno fértil,
tampoco la razón camina en
dirección de la verdad y el verbo.
Aprietan los mosquitos ebrios
sus cuerpos en el aire,
hay sangre en el camino para
colmar sus larvas de mañana.
Las marcas de los pies no
dejarán mentir al peregrino.
Hay hordas de bárbaros sin
nombres y sin lengua.
Del árbol de la ciencia caen
los frutos podridos de la vida.
Un hueso milenario ara la
superficie de la memoria,
penetra la sequedad del aire,
hace estelas en la piel del agua,
hasta hacerse astillas en las
voces que el viento quema
y esparce como único alimento.
¿Quiénes escuchan bajo el ala
manchada de residuos tóxicos?
¿Quiénes así encontrarán el
alimento necesario?
III
Hollar, hollar los sueños en la
escarcha de los durmientes.
Escuchemos las voces de la
inflamable repetición de los desastres,
los montones de ciega luz que
reverberan en los claustros de la ley de las probabilidades.
Escuchemos el sonido cansado de
todo lo que hasta aquí el hombre desconoce.
Caminamos por entre los espectros
de la destrucción como si fuéramos huérfanos de su precaria condición,
pero no, lo que somos es el hilo
conductor de las miserias,
la pérdida de identidad, la
grande perra de ojos de fuego que escarba nuestra alma con sus patas.
Escuchemos la desesperación de
los verbos que seguimos asesinando.
Somos eternos vagabundos.
Marionetas sin Norte.
Somos eternos navegantes
de mares insondables,
sin astrolabios
ni sextantes.
Con bitácoras invisibles
y naos que se extravían en la
bruma.
Los pulmones del encanto
retumban en las terrazas del caos.
El poema resopla,
sacude el cabello de mil
idiomas:
los labios confabulan los
códices del infinito,
encierran las sombras de la
muerte las llaves del sueño,
los poetas no dejan de nacer
bajo nuestros ojos de
apocalipses.
IV
Quien dijo a tentar el abismo bajó los ojos y se encontró en la nada.
Esa era la solución.
Así desde este blanco privado de color surge la figura
de uno de los dioses sin fronteras.
¿Puedo hacerle la pregunta ahora que ya lo sabe todo?
Una calle por el mar, tal vez a donde vamos,
es la respuesta.
¿Era esa la solución? Y la verdad, ¿todavía pasa por aquí?
La respuesta, la respuesta, ¿ya la podemos imaginar?
Quizá, también puede ser la
transparencia de una mueca,
o el aullido de una estirpe
oculta tras la máscara de su historia.
Empero, el abecedario sigue en
las manos de quienes insistimos en descifrar los tiempos de su escritura.
La ciencia del desastre
pide a gritos que donemos
nuestros cuerpos;
cuerpos cuyos órganos
todos,
hace tiempo, hemos donado
al sueño.
Puede que un tanto le
donemos una piedra
que lanzaremos con
nuestras diestras,
que son diestras en repartir
golpes a la muerte.
Arrojaremos,
con nuestra honda de todos
los mares
—atlántica,
pacífica,
negra, roja, índica—,
una sola roca
—basáltica, granítica, en
fin, volcánica—
y el manto de la tierra se
levantará erguido, como un animal en vela.
El aire que otrora era sinónimo de vida,
ahora envenena.
La cicuta de Sócrates,
ahora invisible,
V
Respiramos tiempos contaminados.
Caemos al abismo de la inconsciencia humana,
rodamos con la roca de Sísifo a cuestas.
No hay retorno posible,
los caminos se extraviaron en la niebla
y hasta los dioses olvidaron su existencia.
Ya no vale escarbar ni arañar el aire.
El olor a hecatombe impera en el reino de la
desesperanza,
allí dónde solo la hoz impone su
paso,
su voz es orden perentoria,
no podemos escapar a sus designios;
intentar hacerlo es rompernos el alma,
la convertimos en detritus
o en la cicuta que Sócrates nos dejó como legado.
Dioses y demonios
comparten la misma mesa vacía,
gracias a sus ejemplos
llegamos a punto de abandonarnos.
VI
El daño que hemos causado
a la humanidad
es la respuesta a mucho de
lo que aquí se busca,
la lectura de los
presagios contaminados y sus ciudades-fantasmas.
No están nuestros cuerpos
para languidecer
en un moridero en los brazos
de un mero mensajero de la
parca.
Exigimos atención
personalizada.
De barcas no hablemos.
Afuera,
la calle tiembla, respira,
y los changos, locuaces
aves,
auguran que ni hoy
—ni en los próximos días—
habrá entregas.
Y lo
que somos puede ser la verdadera causa de tantas catástrofes.
El
hombre por detrás del hombre y sus realidades prefiguradas.
VII
Hollar, hollar las rarezas de
nuestros apetitos, las rarezas de las piedras vueltas polvo
reflejado por la estampida del
sol que persigue las oquedades del asombro
donde las sílabas del miedo se
sumergen y callan.
Así hasta descascarar la
condición que nos arrastra y marchita.
Así hasta encontrar las piedras
que saben reír.
Y en esta
oscuridad, todo nos invoca.
Los pájaros
respiran en las ventanas de la eternidad.
En la superficie
de los sangrientos susurros, nuestras manos están hechas de velas.
La carne, el
sueño, todo lo que brilla y mata.
La ruina de cada
palabra, árbol perseguido, rosa dormida.
Somos las raíces
de una cura que solo los muertos pueden descifrar.
Llegan miríadas de virus con sus ojos de pasmo
de Ceará a México, de México a Cincinnati, de Cinci
a Bogotá, de Bogotá a San Juan y de San Juan al mar
en esa botella de plástico que devora una ballena.
No podemos descifrar el mensaje que se replica a sí mismo,
con esa pregunta maldita que enferma de desidia.
Hay instrumentos para medir el temblor del ojo y la palabra,
pero maldita sea nadie logra aclararnos la electricidad
ni la fuente original de un virus inventada por el hacker.
Nadie puede entrar y salir de la nada con noticias.
El que se va no vuelve, reza el sumo sacerdote del mercado.
El que viene se irá por donde vino, responde un anarquista.
VIII
El ruido huyó de las ciudades.
El silencio salta al son de la danza macabra.
Las calles desiertas
son su teatro
— no un vaudeville
barato sino una tragedia griega—.
Las murallas de la ciudad
—pantallas que
proyectan la danza milenaria de las sombras—
guardan en su interior ecos de antiguos quejidos,
historias de pestes que arrodillaron pueblos
y cuyo olor opacó la luz.
No son sueños,
¿pesadillas acaso?
La hoz
acecha en cada esquina, en cada recoveco.
El miedo se apodera del oxígeno.
Respirar
es sinónimo de fatalidad.
Las calles abandonadas
ruegan por el paso del diablo,
y repiten la
vieja cuestión: ¿hay solución en la angustia, el terror, el suicidio?
¿Cuántas naves
deben ser quemadas hasta que se pueda sobrevivir?
¿Cuántas luces
deben ser rasgadas? ¿Cuántas casas dejadas al fuego?
IX
Oración que respiramos cuando cunde el miedo,
cuando en nuestras gargantas se hacen nudo las sílabas
del tautológico carnaval,
donde la vida y la muerte actúan entre luces y sombras.
Un agua turbia son los sueños y la aurora de los
durmientes a la sombra
del último árbol donde pernocta el sol, y las sombras del
día se dispersan
en los ecos donde se extinguen las voces de los ausentes.
Hay como dos sepulcros en cada mirada podrida en el
camino.
Como bloques de hielo que se disuelven en la consternación
de los abismos ambientales.
Como los austeros helechos de los sueños hervidos en los
sótanos de la soledad.
La piedra contaminada de los delirios, el mercado de
tantas almas prohibidas, la fiebre que conspira contra los renacimientos.
X
Túmulos,
cenotafios, piedras, rocas,
laberintos
habitados por sombras
—recelosas de las otras sombras—
se
esconden detrás de un velo,
detrás
de la bruma.
Dan
la espalda a la luz mortecina,
niegan
abrazos,
huyen
la mirada.
Temen
escuchar las voces
que
las hacía sentir vivas.
En un
silencio sideral
se
escucha el grito sordo que retumba en el interior de cada sombra:
—¡Aquí estoy, soy el ama y
señora del mundo!
Las
sombras derrotadas
ya no
recuerdan los días de gloria.
Olvidaron
las bacanales que presidían como amos del universo,
caen
como cartas de una baraja desechada por los dioses.
Los
recovecos
—que les sirven de guaridas—
son
iguales de pestilentes a los que alojan
a las
sombras que ellas ignoraban.
Ya no
gritan: ¡El Estado soy yo!
—como cuando emulaban al Rey Sol—.
Saben
que la hoz impera por doquier.
Y una
segunda pregunta clave se desliza como una serpiente
y,
hasta donde sea posible saber, ninguna respuesta la consolará.
Somos
el Estado, pero la verdad es que nunca supimos qué hacer con él.
Los
gobiernos reflejan nuestra insuficiencia.
Cada
uno de nosotros crea su propia Pandora en casa.
Templos
e imperios se confunden en la visión nublada de nuestra conciencia.
XI
El miedo crece verde en las avenidas y en las
calles.
Cuelgan mensajes floridos como en la vieja
Babilonia
y en Babel, cuando inició la gran arquitectura.
Los bárbaros esperan adentro de las casas
el momento de salir con los bolsillos llenos
de enseres y dinero.
Los pájaros no entienden la claridad del aire,
la pureza de la luz que baña rascacielos
y centros comerciales.
XII
La raza humana canta desde sus jaulas de vidrio.
Las ciudades son barrios de silencio y calma.
A veces el dolor desgarra la atmósfera,
ladran perros al morir sus vecinos y sus amos.
Hay seres invisibles que toman
por asalto la sangre y los pulmones.
No hay prometeos para esta
raza caníbal,
para esta multitud de lobos de
los lobos,
de buitres sin entrañas.
Lo invisible despertó sin odio
ni venganzas,
ha venido a recordar al
enemigo que llevamos dentro.
Un silencio de prudencia
resguarda puertas
y almas de perplejos que
ignoran la salida.
XIII
Hollar,
hollar en el abismo que nos ampara y sobrecoge,
ir
hasta el principio de su caída, hasta la resurrección del verbo que nos revela,
hasta
las palabras que hagan visibles las monedas para el habla
que
allane el decir de nuestras huellas en el mundo y en el universo,
donde
nuestras vidas suceden en lo azaroso de su cotidiano.
¿Ir
por el habla es ir por las raíces de la realidad y de la otredad?
XIV
Retroceder, recordar, que a montón caen por las
calles vacías hoy
las máximas de Quevedo para presencia de lo
incorrupto:
vivir en tierras cálidas y secas como los persas;
moderación y templanza en viandas y bebidas;
ir a la eternidad en helada cueva de anacoreta;
esperar con paciencia un rayo del cielo;
bálsamos y ungüentos en el deshacer de los cuerpos.
Igual espera por nosotros con satánica mirada el
demonio de Rabelais
con sus palabras frías y sus piernas bárbaras
que desmoronan las ciudades por las que pasan.
Los árboles significan que ya no pueden ser peces.
Los sueños tendrán que mantenerse en un congelador
esperando las próximas temporadas.
Las víboras de Pantagruel son tan frondosas como la
rama de las campanas
que anuncian el colapso de las industrias.
Las sombras se ponen sus trapos de reserva y salen
a beber las últimas gotas de oxígeno.
Pronto, todo el mundo sabe, nadie lo cree, no habrá
nada más para cantar.
¿La solución ronca hasta que se rompen los caminos?
Los perros negros con sus alas gigantes regurgitan
las moscas de la última comida.
Comienzan a servir el miedo en pociones más
pequeñas.
Tocamos el epicentro de una
estrella asfixiante.
Es hora de alimentar a los
fantasmas.
Escucha el sutil pulso de la
serpiente y los clarines ensordecedores de los señores sedientos.
El pánico es portátil y se
arremolina dentro de nuestros bolsillos.
El tiempo es un animal híbrido y
sangra.
Somos el núcleo que se aniquila a
sí mismo.
Nuestro nombre es barbarie.
XV
El ojo del águila
perforó la roca.
Sus alas inmensas
secuestraron la luz.
Su graznido rompió
el silencio cual daga afilada en una noche de espanto.
Sus garras, garfios
acerados,
—dispuestas
a atrapar la carroña—
sembraron siglos de
incertidumbre.
El canto de los
pájaros quedó proscrito.
El aroma a rosas se
diluyó en la memoria de los antiguos.
Dio paso al olor de
vetustas ciudadelas donde reposan los eternos durmientes.
Ya no hay tiempo para
epitafios,
ni tiempo para
cincelar nombres.
Solo hay tiempo
para preparar la pira.
Última morada en tiempos de
apocalipsis.
Los nombres salen a procurar
sus cuerpos,
los cadáveres amontonados en
sitios ajenos a la muerte.
Las visitas imposibles, el
reconocimiento improbable de lo que somos.
El fuego devora nuestra
memoria, ni siquiera en el humo
vislumbramos los perfiles de
nuestros conocidos.
El teatro contaminado sigue
representando un dolor insostenible,
la vida anclada en las
hogueras de la desesperación.
Los nombres gritan y sus voces
se pierden como bultos en la niebla.
XVI
Es la muerte la que a su paso por
las poblaciones del mundo impone el gobierno.
Y con una de sus infectas
máscaras busca contaminar las ascuas de la vida,
la razón y el misterio cotidiano
de quienes en ellas tenemos nuestro diario acontecer.
Ya son muchas las voces que yacen
dando cuenta del don de la ubicua muerte,
en Medellín, San José, New York,
Fortaleza, San Juan, Madrid, João Pessoa, en el norte de Italia…
¡Ay de los montones de vivos de
los montones de muertos!
Mientras, los ríos siguen sus
cauces, las flores florecen y tras la tarde
llega la noche, y con ella los
incógnitos del durmiente y su mañana.
Lo consignan las estanzas de
este poema como un olvido inolvidable.
Las mujeres coronadas con quimeras,
sobre la ciudad sitiada.
De
sus manos salieron trajes que anunciaban la masacre.
Somos
sombríos y hemos cambiado el lenguaje,
vociferamos
hechizos, prendemos fuego a las esfinges.
Innumerables
cuerpos purificados,
ahogamos los ojos
de los desencarnados.
Cerramos
los pozos donde los demonios observan.
Bailamos
mientras el cielo cae bajo nuestras rodillas.
XVII
En el crepúsculo,
donde la vida pelea a dentelladas,
aparece Omar
Khayyam, el poeta persa,
como si se tratase
de un espejismo,
cantando algunos de
sus versos:
La gota de agua que cae y se pierde en el mar,
grano de polvo que se funde en la tierra.
¿Qué significa nuestro paso por este mundo?
Un vil insecto apareció, y luego desapareció.
El crepúsculo se
tragó el humo de las fábricas.
Los tonos naranjas
dibujaron el cataclismo humano.
La postmodernidad
perdió su máscara,
quedó desnuda,
frágil, inerme.
Entendió que
siempre estuvo condenada al abismo, al averno,
—allí
donde habitan vestiglos, ursas horribilis—
sabe que no hay
escapatoria posible,
sabe que la
incomunicación humana engendró su propia tumba.
Aun así, en los
últimos estertores,
consciente que su
paso por la Historia es un decorado más en el infinito teatro del absurdo,
se pregunta: ¿La
Historia del Hombre, mi historia, está terminada?
Mientras, la
Ciudad, su hermana gemela,
vomita los seres
anónimos que la habitan, los NN,
los eternos
exiliados en sí mismos,
extranjeros
perpetuos en sus propios cuerpos,
detritus que se
fundirán en el lodo,
en el olvido.
La fugacidad del
tiempo barrerá hasta el último rescoldo.
Sólo quedará la
nada.
XVIII
Rasgar el vacío,
la piel del silencio,
las costras tras las que se
cura el habla.
Disponer la mesa para las hambres
de la infancia humana.
Sin temor descuartizar la
hambruna hasta el hallazgo del apetito esencial.
Brindar con los demás
comensales y comer como quien acaba de descubrir el hambre y la sed, el origen
de la revelación del sabor del saber.
Vivir como si fuera la primera
vez,
sin miedo a las palabras, sin
miedo a lo que nombran,
viendo como sobre el asfalto
de las ciudades del mundo las nubes se hacen y deshacen
bajo la luz del sol.
Si hoy se cierra una puerta y quedamos dentro.
Si hoy se reclinan las estrellas y no las vemos.
Si hoy es hoy y hoy y hoy.
Y si el día este viene a enredársenos como el pájaro
que anuda su vuelo.
Entonces Vallejo es Tiempo Tiempo.
Y el Tiempo se olvida de decirnos que jamás será otro.
XIX
7,625 millones y hemos
sido invitados
a las nupcias del
delirio,
algunos en primera fila,
otros en las aguas del
diluvio.
Somos los nuevos
números,
los que corren hacia la
sangre
—todos con la misma
náusea—
a instalarse en la
porosidad de los huesos.
Somos las estadísticas
que escalan abismos,
los recuentos de
moléculas
sujetas a redescubiertas
matemáticas,
los registros de células
que luchan
contra su congénita
soledad.
Somos, ya sabíamos, el
padrón esférico
—moderno, hermoso
tecnológicamente—
que rueda por la frente
de Sísifo.
Y las hoces que cargamos
son apenas
las comas que dejan
abiertas las puertas
para añadir más cifras,
para multiplicar los
panes y los peces
con que alimentamos el
desastre.
7,625 millones de
epitafios expectantes
de la mano que los
escriba mientras,
en medio del paisaje,
en la domesticada
calavera de un perro
comienzan a nacer
flores, especias.
XX
¿Pero de qué vida estamos
hablando? Hay muchas vidas
en los escombros de la
realidad. Hay muchos muertos
en nuestro corazón.
Barajamos las sombras,
y muchos de nosotros ya
no reconocen la diferencia entre vida
y muerte. El miedo es una sombra
que toma posesión del aire.
Respiras y te duelen la atmósfera y los ruidos.
El mecanismo del miedo es una bomba de tiempo
y de espacios visibles e invisibles.
Entran al hábitat humano y lo replican.
De hecho, son los humanos quienes venden
las partes con que se arman los temores,
las sospechas, los celos, la envidia, el terror,
incluso el disfrute del pánico y las fobias.
El mecanismo del miedo se activa en carne propia,
toma el control a distancia y en la cama,
nos prende y nos apaga.
Nadie sabe lo que el miedo puede hacer,
pero hay historias de guerras fratricidas,
de masacres, de limpiezas étnicas y, Dios mediante,
de hogueras e incluso de virus virtuales
que defienden el mercado, la libertad, la religión.
El gran hermano entró en la intimidad,
corre en la sangre como noticia viral en cada casa.
ALFONSO PEÑA (Costa Rica, 1950).
Artista gráfico, editor y narrador. Dirige la revista Matérika. Contacto:
alfonso.materika@gmail.com • AMIRAH GAZEL (Costa Rica, 1964). Artista gráfica, editora y activista cultural.
Dirige la Fundación Camaleonart. Contacto: amirahgazel@agorart.org • ARMANDO ROMERO (Colómbia, 1944). Poeta, narrador y crítico literario. Fue
destacado integrante del grupo de los Nadaístas. Contacto: armando_romero@msn.com • ANNA APOLINÁRIO (Brasil, 1986). Poeta. Dirige Selváticas,
evento de lecturas realizado solamente con mujeres. Contacto: rosanaredoma@gmail.com • BERTA LUCÍA ESTRADA (Colómbia, 1955). Poeta, narradora y crítica de artes y literatura.
Dirige el blog El hilo de Ariadna,
del periódico El Espectador. Contacto: bertalucia@gmail.com • FLORIANO MARTINS (Brasil, 1957). Poeta, ensayista, editor y traductor. Dirige Agulha Revista de Cultura. Contacto: floriano.agulha@gmail.com • JOSÉ ÁNGEL LEYVA (México, 1958). Poeta, editor y narrador. Dirige la revista La Otra. Contacto: josanley@gmail.com • OMAR CASTILLO (Colómbia, 1958). Poeta, ensayista y narrador. Ha dirigido
importantes revistas literarias en su país. Contacto: om.castillo58@gmail.com • VANESSA DROZ (Puerto Rico, 1952). Poeta. Ha dirigido importantes revistas
literarias en su país. Contacto:
assenavzord@gmail.com.
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