JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ
(Fotografía de los zapatos del Quijote. Escultura en metal de Francisco Gutiérrez - Boner, España)
En su empeño por hilar
canciones y memorias, nuestro director, JAIRO HERNÁN URIBE MÁRQUEZ, ha
tropezado con unos accesorios particularmente cotidianos. Escuchemos que nos
trae:
El Quijote, en el capítulo 44 de la segunda parte, se lamenta: “Pero tú,
segunda pobreza, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos
más que con la otra gente?”.
Y añade: “Miserable de aquel, digo, que tiene la honra espantadiza y
piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor
del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de su estómago”.
Esta segunda pobreza, si bien se refiere también al atuendo completo y
desgastado del triste caballero, encuentra su mayor resonancia en los zapatos.
Uno sabe que verdaderamente está en el límite de la miseria cuando, al
regresar de las incesantes peregrinaciones del rebusque, descubre en los
zapatos una grieta fatal o un descosido irreparable por donde habrán de
colarse, hacia adentro y hacia afuera, todas las angustias.
Los zapatos, para aquellos que lo ignoran, se clasifican en tres
categorías: zapatos de primera, zapatos de combate, y zapatos memorables.
Los
zapatos de primera, también llamados ‘domingueros’, por aquello de su uso
canónico, desmerecen cualquier comentario, pues “el lujo se basta a sí mismo”,
como aseguraba Oscar Wilde.
Los zapatos de combate, los de uso diario, tienen
la propiedad de reblandecer el orgullo y de estimular la filosofía o, lo que
es mejor, los métodos peripatéticos de alcanzarla. Suelen recordarse como
perros, pues acompañan o persiguen, lastimosamente, la vida misma.
Los zapatos
memorables, como puede suponerse, perduran, más allá de su extinción física
porque son las metáforas camineras de la ambición. Son los repuestos, felices o
infelices, de la segunda pobreza.
De aquellos repuestos memorables, zapatos de
ilusión, conservo un recuerdo ingrato.
Trababa, en alguna época, de abandonar
unos decorosos trastos viejos, cuando me vi tentando por un par de pisos que,
entre otras cosas, me vendían a crédito. Los apodé Erquinescos, en irónico
homenaje a mi acreedor. Y a pesar de su galanura exterior (mocasines cerrados,
color café) tenían un defecto irremediable: una suela plástica, ultramoderna,
rebelde a todo concepto de adherencia. Con ellos y sobre ellos aprendí lo que
era resbalar, casi 'surfear' sobre las olas asfaltadas de esta ciudad filosa. Hasta
que los frecuentes sustos y los inevitables porrazos me devolvieron el sano
juicio. Y a pesar del orgullo y los huesos maltrechos, y unas cuantas cuotas
por pagar, me deshice de ellos como quien se desprende de un maleficio.
Derrotado, pues, volví a enfundar mis pies entre los amables y siempre
combativos zapatos rotos, convencido que son un acicate de la existencia, un
impulso crucial que nos distancia de la pobreza definitiva que tendremos cuando
estemos muertos.
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